martes, 26 de abril de 2016

INTRODUCCIÓN

Queridos alumnos y alumnas 

 


Estamos muy contentos de darte la bienvenida a este blog que tiene como función presentar cuentos  con los que deberás trabajar para tu Lectura Personal de este mes. 

 Lleva por título "ANTOLOGÍA DE CUENTOS DESCABELLADOS" porque son una recopilación de diversos relatos que se inspiran en mundos diferentes a los nuestros en apariencia, un tanto caóticos y sin un sentido lógico.. pero esto solo en apariencia, ya que estás invitado a darles sentido y por sobre todo, a identificarte con ellos. 

Por ello, deberás ir completando tu lectura con comentarios que deberás publicar y que enriquecerán el sentido que tiene la lectura, puede ser un pensamiento, una frase que te quedó en la memoria, una opinión sobre el personaje o sus acciones, etc. 

Vivir la palabra como una experiencia de vida, más allá de las evaluaciones y la Comprensión Lectora, nos resulta relevante, ya que creemos que la literatura da rienda suelta a nuestra imaginación y permite conocernos como seres humanos.

Por ello, queremos que la lectura de estos cuentos esté cruzada por preguntas como ¿qué sucede en mí cuando leo? ¿me cambia? ¿me transforma? ¿me hace ser distinto o sigo siendo el/la  mismo/a?

Esperamos que gocen y se entretengan con la lectura de estos textos, tanto como nosotros, sus profesoras lo hicimos...  

Un saludo afectuoso                                                          

Miss Lale, Miss Fernanda y Miss Nora.   

Actividad 1

Observa el siguiente video y luego déjanos tu impresión en los comentarios.

Recuerda que para comentar debes registrarte con tu cuenta dada por el colegio (xxx@colegiosfjh.cl).



Explica qué tipo de lectores eres: un escéptico o un cómplice. Argumenta, utilizando el video observado.



(Si no puedes ver el video directamente, pincha aquí:  https://www.youtube.com/watch?v=2GQbYkB-kFI)

INSTRUCCIONES

- Puedes comenzar por el texto que quieras.
- Es importante que registres la lectura de los cuentos cada vez que entras al blog, a través de los comentarios. Estos serán registrados por tu profesora y considerados en la Evaluación de Lectura Personal 2.
- Tu participación puede ser directa, es decir, de algo que te haya llamado la atención de la lectura, pero también indirecta, es decir, al desarrollar un diálogo con tus compañeros/as a partir de uno de los comentarios. Esta segunda forma de participar será valorada con un puntaje mayor.
- Para terminar el comentario, debes escribir tu nombre y curso, de lo contrario no se considerará.









Rúbrica de Evaluación: PARTICIPACIÓN EN EL BLOG

Indicador
100% de logro.
50% de logro.
0% de logro.
1. Clasificación tipo de lector. (2p)
El estudiante, después de observar video de “El cuento fantástico”, reflexiona y se clasifica de acuerdo a su propia experiencia lectora, argumentando con ello y la información entregada en el video.
El estudiante, después de observar video de “El cuento fantástico”, reflexiona y se clasifica de acuerdo a su propia experiencia lectora, no alude al video observado.
El estudiante no se clasifica.
El estudiante reflexiona sobre cualquier tipo de lectura, no sobre su lectura de cuentos fantásticos.
Su redacción es poco clara, no se entiende.
2. Comentario de cuentos.(3p)
El estudiante en 6 cuentos realiza un comentario, reflexionando sobre el actuar de los personajes y las acciones que realizan, argumentando ya sea a través de citas textuales directas o parafraseo de la narración.
El estudiante en 5 cuentos realiza un comentario, reflexionando sobre el actuar de los personajes y las acciones que realizan, argumentando ya sea a través de citas textuales directas o parafraseo de la narración.
Realiza 6 comentarios, pero los argumentos son únicamente personales, no hay alusión directa al relato leído.
El estudiante realiza un comentario en  4 o menos cuentos.
3. Redacción. Y ortografía.
La clasificación y los comentarios están correctamente redactados, son coherente y cohesionados, no presentan faltas ortográficas.
La clasificación y los comentarios están correctamente redactados, presentan problemas de cohesión en 2 o 3 enunciados, presentan 3 a 6 faltas ortográficas.
La clasificación y los comentarios no están correctamente redactados,  presentan más de 7 faltas ortográficas.




TEXTO 1

NOSFERATU
Griselda Gambaro



Nosferatu, el vampiro, es hombre de tinieblas.
Nació en Transilvania en un tiempo
impreciso, se alimenta de la sangre de sus
víctimas y es casi siempre inmortal.



  Obviamente, se acostó al amanecer. Antes, se había acercado a la ventana que carecía de vidrios, cubiertos de polvo los bastidores de madera, y había mirado hacia abajo con sus ojos sin párpados. La oscuridad se diluía suavemente, vencida por la luz. Pasó un ómnibus colmado de obreros, cruzaron dos o tres coches con los focos todavía encendidos.
  Nosferatu acarició el polvo de la ventana con sus largos dedos de uñas crecidas y el polvo permaneció quieto. Miró de nuevo hacia afuera y suspiró: podía dormir en paz. Ningún movimiento extraño lo amenazaba.
  Se acostó vestido sobre el suelo lleno de tierra y no se despertó hasta el anochecer. Durmió de un tirón, sin sueños, y la oscuridad lo despertó como despierta la luz. Debía salir, la calle entrañaba un peligro pero en la calle encontraba su sustento. No podía recorrerla como si fuera otro, con un cuerpo sin más historia que la juventud o la vejez. Asustaban su forma de caminar, su alta y negra estatura, la mirada inmóvil que no daba el respiro del párpado.
  Pensó que se habían empequeñecido sus gestos, antes lo movía la pasión y ahora, cuando salía, consumaba un simple despojo, robaba como el más mísero de los ladrones y con menor aptitud. La noche anterior lo habían perseguido tenazmente. Él había actuado con una falta de prudencia que más tarde recordó con asombro y no supo explicarse. Había agredido a un transeúnte rezagado, caminante inerme entre las sombras y sin embargo dueño dichoso del calor y el movimiento de su sangre. Hostigado por la avidez y la nostalgia que conservamos hacia los deseos perdidos, Nosferatu lo había atacado desde atrás: con una vara de hierro había golpeado repetida, bárbaramente la nuca frágil, como si se concediera un desquite o se castigara.
  Luego, en lugar de moverse, había permanecido quieto, fascinado ante la sangre que le provocaba una incomprensible repugnancia. Y cuando por fin se arrodilló junto al hombre que yacía en la calle y se levantaba ya con el botín en la mano, otros transeúntes lo habían sorprendido. Huyó entonces y supo que su salvación la debía a una persecución emprendida con desgano. Las piernas no le respondían. Él, que había sido capaz de transformarse en criatura alada, estaba pegado a un cuerpo que le hablaba sólo de necesidad y no de gloria.
  Salió echando la llave, aunque no había muebles ni pertenencias en el cuarto. Completamente vacío. Ni siquiera una luz en el techo. Sólo tierra que había entrado durante años por la ventana sin vidrios. Tierra seca o acompañada de lluvia, seca en seguida, como si la humedad rehusara su lejano parentesco con la sangre. Bajó las escaleras ocultándose de los vecinos y caminó, tratando de imitar el paso de los otros. Se adhería demasiado a la pared, se agazapaba cuando oía risas o murmullos, y sabía que era un error. Debía haber esperado que la noche avanzara y la oscuridad fuera intensa, creciera solitaria como él mismo, y sin embargo no podía hacerlo. Desfallecía. Comer, pensó, e imaginó torrentes de sangre, océanos de sangre, fuerza y saciedad. Pero la imaginación no lo alentaba, como quien sueña para otro.
  Una vieja caminaba delante de él y se detenía cada tanto en los botes de basura. Comenzó a seguirla por costumbre, una costumbre ancestral que no podía abandonar aunque fuera ya inútil, gratuita y sin sentido como tantas costumbres. La vieja intuyó su presencia porque de pronto se volvió, enfrentándolo inmóvil.
  Nosferatu vio sus ropas carcomidas, su cabellera rala. La vieja lo miraba sin miedo, y esto lo fastidió un poco, lo atemorizó también. Sin embargo, cuando llegó más cerca, comprendió que la vieja estaba inmovilizada por el hambre. Mientras que en él era sequedad, en ella el hambre rezumaba saliva, como en un animal esperando su alimento. Él pensó en atacarla, descubrió los colmillos y apresuró los últimos pasos, sabiendo no obstante que el simulacro no sustituiría a la acción. Ya no podía atacar de esa manera, provocar el minuto de espanto y casi de amor que anticipaba en sus víctimas la entrega, el éxtasis pavoroso del deseo y de la muerte.
  La vieja pronunció unas palabras que él no entendió pero que intentaban un saludo; insinuó una temblorosa sonrisa. Cuando estuvo a su alcance, extendió la mano hacia él con un gesto pedigüeño, ávido y remiso al mismo tiempo.
  Nosferatu le mostró los dientes como un perro que gruñe listo para el ataque. Pasó de largo y se sintió desfallecer. A ciegas, abrazó un tronco en busca de apoyo, por un segundo reclinó la cabeza.
  “¿Qué le ocurre?”, preguntó la vieja con voz educada, una sombra de afecto.
  Él negó mudamente y se alejó, no sin antes depositarle unos billetes en la mano, como si fuera ése el precio para seguir su camino, el pago del fracaso o de la indiferencia que necesitaba.
  “Gracias, señor”, dijo la vieja, y después de un momento la escuchó correr detrás de él. “Es mucho”, explicaba sin resuello, disculpándose ella misma de esa generosidad desmedida que sólo podía ser fruto de una equivocación. Nosferatu no se detuvo y ella lo sujetó por la manga. Él apartó el brazo y un trozo de tela se desprendió limpiamente.
  “Dios mío”, susurró la vieja con una inquietud que le nacía de las sombras, del frío, del resultado de su gesto desprovisto de violencia.
  “No es nada”, dijo él en un murmullo. La carne brotaba lívida del desgarrón, pero no intentó cubrirse.
  La vieja miró con asombro el trozo de tela que se deshizo como ceniza entre sus dedos. Se sobresaltó, las arrugas se le profundizaron y abrió la boca, dispuesta al grito.
  Él desvió los ojos, preservándola de su fijeza inmutable, y trató de ocultar los colmillos que habían sido temibles. Para tranquilizarla, se encorvó aún más, empequeñeciéndose, y retrocedió unos pasos. Lo consiguió, porque la vieja dejó de respirar aceleradamente y sonrió avergonzada, como después de un susto sin motivo.
  “Es mucho”, repitió, y justificó la fragilidad de las ropas por razones de miseria. Pero la dádiva la desconcertaba. Escudriñó el rostro sumido y dijo: “Usted lo necesita más”. Eligió un billete y lo guardó bajo el escote. El resto lo tendió hacia él, pero bruscamente volvió a asustarse, se inclinó y abandonó el dinero sobre el suelo.
  Nosferatu no lo recogió, se alejó rápidamente y dobló en la primera esquina. A lo lejos, una luz caía sobre la puerta de un bar. Apenas un foco anémico, rodeado por la niebla, que le hería la vista como si encandilara. Pensó que no habría alimento en la oscuridad y hacia la luz se encaminó. Un perro vagabundo aulló a su paso, erizó el pelaje del lomo y se escondió luego con el rabo entre las piernas. Él se apresuró, apretando la boca para sofocar náuseas de debilidad y de vacío. Entró al bar y se sentó, protegiéndose los ojos con la mano.
  Un mozo atendía desganado, el delantal gris, las uñas largas que debían hundirse en los platos de sopa. Temiendo la desnudez de su voz, señaló con el índice en el menú y supo en seguida que no podía esperar tanto.
  “¿Qué?”, dijo el mozo.
  “Leche”, repitió él, alzando apenas la voz, que se le antojó ronca, inhumana. Pero el otro no pareció darse cuenta. Asintió y casi sin demora depositó sobre la mesa un vaso que rebasaba.
“Lo demás va marchando”, explicó por rutina, y limpió la superficie de la mesa con el borde de su delantal sucio. Lo miró con una curiosidad que no alimentó, cansado.
  Nosferatu se abalanzó hacia la leche y bebió. Tenía ganas de morder el vaso, pero ya no podía morder. No sabía por qué, quizá corrían otros tiempos, otras crueldades, y el gesto se había vuelto irrisorio. El líquido atemperó la sensación de vacío, la quemazón del hambre. Reclinándose contra el respaldo de la silla, suspiró y se dejó estar, como si él también pudiera adherirse a la frágil esperanza de los otros en la ventura posible, o más modestamente, compartiera la dicha de existir en la inadvertencia.
  Un policía fornido, de uniforme, se acercó al mostrador y conversó con el dueño del bar; debió contar un suceso hilarante porque ambos comenzaron a reír, el dueño con carcajadas rotundas y halagadoras. Luego, el policía giró el cuerpo y apoyando los codos sobre el mostrador, recorrió las mesas con la vista de un modo que quería ser inofensivo y resultaba escrupuloso. Se detuvo un instante sobre un parroquiano, que aún de espaldas, se agitó inquieto, y en la mesa siguiente descubrió la figura oscura que se protegía los ojos con la mano. Entonces interrumpió el escrutinio en la certidumbre de su presa. Nosferatu lo había percibido también, a pesar de la mano sobre los ojos, la tensión dolorosa del cuerpo, la inmovilidad alerta, como la de un animal aterrorizado.
  El policía se separó del mostrador y se afirmó sobre sus pies, frotándose los muslos con los dedos abiertos. Nosferatu se enderezó en la silla, sintió el dardo de la luz e involuntariamente se incorporó volcando el vaso, que rodó estrellándose contra el suelo. El policía empezó a caminar hacia su mesa. Caminaba lentamente y sonreía, con una sonrisa de reencuentro o de ternura.
  Nosferatu apartó al mozo semidormido, forcejeó con los batientes de la ventana hasta que consiguió abrirlos y saltó hacia la calle. Escuchó el sonido odioso de un silbato señalando fuga y persecución. Ruido de sillas caídas, pisadas. Cayó lastimándose las rodillas; se levantó y corrió. Desvió la cabeza y miró fugazmente. Ya no era un policía aislado, todo un grupo había emprendido una persecución tenaz. Aceleró, pero sin ganar distancia, enloquecido por el sonido implacable, por la secuela ininterrumpida y sorda de las pisadas en el pavimento. No podía correr más, el corazón se le estrangulaba, las rodillas sin rótula. Se ocultó detrás de una hilera de autos y esperó.
  Los policías doblaron la esquina y se detuvieron unos segundos, desconcertados ante la calle desierta, la brusca desaparición de la rígida figura de negro que los precedía. Formaron un grupo compacto y conversaron un momento entre ellos.
  Nosferatu se preguntó cómo habían aparecido tan de golpe. En la ciudad dormida, qué hacían ellos, tan despiertos. Jadeando penosamente, espió mientras el sudor inundaba su piel que había sido reseca. Sudor de miedo, pensó. Eran cinco, todos altos y erguidos, y uno de ellos tenía un revólver desenfundado, apuntaba hacia las sombras de manera imprecisa, haciendo oscilar el arma como un niño que juega. Oyó risas, una frase pronunciada con un acento de orden. En seguida, se dividieron y avanzaron hacia la hilera de autos.
  Nosferatu se alzó y empezó a correr. Las balas silbaron por encima de su cabeza, muy desviadas, como si no quisieran acertarle. Sin embargo, estaban cada vez más cerca, cada vez más nítidamente escuchaba los gritos. Y luego, no ya la sensación de peligro, la persecución que permite una mínima esperanza, sino la realidad inevitable, los cuerpos pesados, el resuello animal a distancia imperceptible; una mano tocó su hombro, resbaló aferrándolo por la ropa. El saco se desprendió enteramente, se disgregó en hilachas, polvo, ceniza. Pero los otros no se asustaron. Rieron, rieron un poco sin aliento por la carrera. Nosferatu dio dos zancadas, tropezó y cayó de bruces. Los cinco se abalanzaron hacia él. Lo sujetaron y se quedó quieto y sin resistencia mientras el silencio se instalaba entre los hombres que lo habían perseguido. Esperó, hasta que las manos que lo aprisionaban se levantaron y por un momento pensó que se había equivocado y que lo favorecería una impensable justicia o misericordia, puesta fuera de esos hombres, puesta fuera de su destino, casi fuera del mundo. Pero las manos descendieron de nuevo sobre él y lo inmovilizaron de espaldas contra el pavimento. El que tenía el revólver desenfundado lo guardó en la cartuchera. Desde el suelo, Nosferatu los miró. Parecían inmensos, gigantes. Uno de ellos se dejó caer de rodillas a su lado y acercó el rostro. Abrió la boca. Los dientes asomaron, muy blancos, irreales. Nosferatu gritó. El policía le clavó los dientes en el cuello, torpemente, pero con decisión. Atacó la carne varias veces hasta que la sangre brotó limpia. Nosferatu volvió a gritar. Y luego, uno tras otro, se inclinaron sobre él, con la boca abierta.



En Teatro 3Griselda Gambaro, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1997

TEXTO 2

SUEÑOS DE ROBOT

Isaac Asimov

— Anoche soñé -anunció Elvex tranquilamente. 

Susan Calvin no replicó, pero su rostro arrugado, envejecido por la sabiduría y la experiencia, pareció sufrir un estremecimiento microscópico. 

— ¿Ha oído esto? -preguntó Linda Rash, nerviosa-. Ya se lo dije. 

Era joven. menuda y de pelo oscuro. Su mano derecha se abría y se cerraba una y otra vez. 

Calvin asintió y ordenó a media voz: 

— Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás, hasta que te llamemos por tu nombre. 

No hubo respuesta. El robot siguió sentado como si estuviera hecho de una sola pieza de metal y así se quedaría hasta que oyera su nombre otra vez. 

— ¿Cuál es tu código de entrada en computadora, doctora Rash? -preguntó Calvin-. O márcalo tú misma, si esto te tranquiliza. Quiero inspeccionar el diseño del cerebro positrónico. 

Las manos de Linda se enredaron un instante sobre las teclas. Borró el proceso y volvió a empezar. El delicado diseño apareció en la pantalla. 

— Permíteme, por favor -solicitó Calvin-, manipular tu ordenador. 

Le concedió el permiso con un gesto, sin palabras. Naturalmente. ¿Qué podía hacer Linda, una inexperta robopsicóloga recién estrenada, frente a la Leyenda Viviente? 

Susan Calvin estudió despacio la pantalla, moviéndola de un lado a otro y de arriba abajo, marcando de pronto una combinación clave, tan de prisa, que Linda no vio lo que había hecho, pero el diseño desplegó un nuevo detalle y, el conjunto, había sido ampliado. Continuó, atrás y adelante, tocando las teclas con sus dedos nudosos. 

En el rostro avejentado no hubo el menor cambio. Como si unos cálculos vastísimos se sucedieran en su cabeza, observaba todos los cambios de diseño. 

Linda se asombró. Era imposible analizar un diseño sin la ayuda, por lo menos, de una computadora de mano. No obstante, la vieja simplemente observaba. ¿Tendría acaso una computadora implantada en su cráneo? ¿O era que su cerebro durante décadas no había hecho otra cosa que inventar, estudiar y analizar los diseños de cerebros positrónicos? ¿Captaba los diseños como Mozart captaba la notación de una sinfonía? 

— ¿Qué es lo que has hecho, Rash? -dijo Calvin, por fin. 

Linda, algo avergonzada, contestó: 

— He utilizado la geometría fractal. 

— Ya me he dado cuenta, pero, ¿por qué?

— Nunca se había hecho. Pensé que a lo mejor produciría un diseño cerebral con complejidad añadida, posiblemente más cercano al cerebro humano. 

— ¿Consultaste a alguien? ¿Lo hiciste todo por tu cuenta? 

— No consulté a nadie. Lo hice sola. 

Los ojos ya apagados de la doctora miraron fijamente a la joven. 

— No tenias derecho a hacerlo. Tu nombre es Rash1 : tu naturaleza hace juego con tu nombre. ¿Quién eres tú para obrar sin consultar? Yo misma, yo, Susan Calvin, lo hubiera discutido antes. 

— Temí que se me impidiera. 

— Por supuesto que se te habría impedido. 

— Van a... -Su voz se quebró pese a que se esforzaba por mantenerla firme-. ¿Van a despedirme? 

— Posiblemente -respondió Calvin-. O tal vez te asciendan. Depende de lo que yo piense cuando haya terminado. 

— Va usted a desmantelar a El... -Por poco se le escapa el nombre que hubiera reactivado al robot y cometido un nuevo error. No podía permitirse otra equivocación, si es que ya no era demasiado tarde-. ¿Va a desmantelar al robot? 

En ese momento se dio cuenta de que la vieja llevaba una pistola electrónica en el bolsillo de su bata. La doctora Calvin había venido preparada para eso precisamente. 

— Veremos -temporizó Calvin-, el robot puede resultar demasiado valioso para desmantelarlo. 

— Pero, ¿cómo puede soñar? 

— Has logrado un cerebro positrónico sorprendentemente parecido al cerebro humano. Los cerebros humanos tienen que soñar para reorganizarse, desprenderse periódicamente de trabas y confusiones. Quizás ocurra lo mismo con este robot y por las mismas razones. ¿Le has preguntado lo que ha soñado? 

— No, la mandé llamar a usted tan pronto como me dijo que había soñado. Después de eso, ya no podía tratar el caso yo sola. 

— ¡Yo! -Una leve sonrisa iluminó el rostro de Calvin-. Hay límites que tu locura no te permite rebasar. Y me alegro. En realidad, más que alegrarme me tranquiliza. Veamos ahora lo que podemos descubrir juntas. 

— ¡Elvex! -llamó con voz autoritaria. La cabeza del robot se volvió hacia ella. — Sí, doctora Calvin. — ¿Cómo sabes que has soñado? 

— Era por la noche, todo estaba a oscuras, doctora Calvin -explicó Elvex-, cuando de pronto aparece una luz, aunque yo no veo lo que causa su aparición. Veo cosas que no tienen relación con lo que concibo como realidad. Oigo cosas. Reacciono de forma extraña. Buscando en mi vocabulario palabras para expresar lo que me ocurría, me encontré con la palabra «sueño». Estudiando su significado llegué a la conclusión de que estaba soñando. 

— Me pregunto cómo tenias «sueño» en tu vocabulario. 

Linda interrumpió rápidamente, haciendo callar al robot: 

— Le imprimí un vocabulario humano. Pensé que... 

— Así que pensó -murmuró Calvin-. Estoy asombrada. 

— Pensé que podía necesitar el verbo. Ya sabe, «jamás 'soñe' que...», o algo parecido. 

— ¿Cuántas veces has soñado, Elvex? -preguntó Calvin. 

— Todas las noches, doctora Calvin, desde que me di cuenta de mi existencia. 

— Diez noches -intervino Linda con ansiedad-, pero me lo ha dicho esta mañana. 

— ¿Por qué lo has callado hasta esta mañana, Elvex? 

— Porque ha sido esta mañana, doctora Calvin, cuando me he convencido de que soñaba. Hasta entonces pensaba que había un fallo en el diseño de mi cerebro positrónico, pero no sabía encontrarlo. Finalmente, decidí que debía ser un sueño. 

— ¿Y qué sueñas? — Sueño casi siempre lo mismo, doctora Calvin. Los detalles son diferentes, pero siempre me parece ver un gran panorama en el que hay robots trabajando. 

— ¿Robots, Elvex? ¿Y también seres humanos? 

— En mi sueño no veo seres humanos, doctora Calvin. Al principio, no. Sólo robots. 

— ¿Qué hacen, Elvex? 

— Trabajan, doctora Calvin. Veo algunos haciendo de mineros en la profundidad de la tierra y a otros trabajando con calor y radiaciones. Veo algunos en fábricas y otros bajo las aguas del mar. Calvin se volvió a Linda. 

— Elvex tiene sólo diez días y estoy segura de que no ha salido de la estación de pruebas. ¿Cómo sabe tanto de robots? Linda miró una silla como si deseara sentarse, pero la vieja estaba de pie. Declaró con voz apagada: 

— Me parecía importante que conociera algo de robótica y su lugar en el mundo. Pensé que podía resultar particularmente adaptable para hacer de capataz con su..., su nuevo cerebro -declaró con voz apagada. 

— ¿Su cerebro fractal? 

— Sí. Calvin asintió y se volvió hacia el robot. 

— Y viste el fondo del mar, el interior de la tierra, la superficie de la tierra..., y también el espacio, me imagino. 

— También vi robots trabajando en el espacio -dijo Elvex-. Fue al ver todo esto, con detalles cambiantes al mirar de un lugar a otro, lo que me hizo darme cuenta de que lo que yo veía no estaba de acuerdo con la realidad y me llevó a la conclusión de que estaba soñando. 

— ¿Y qué más viste, Elvex? 

— Vi que todos los robots estaban abrumados por el trabajo y la aflicción, que todos estaban vencidos por la responsabilidad y la preocupación, y les deseé que descansaran. 

— Pero los robots no están vencidos, ni abrumados, ni necesitan descansar -le advirtió Calvin. 

— Y así es en realidad, doctora Calvin. Le hablo de mi sueño. No obstante, en mi sueño me pareció que los robots deben proteger su propia existencia. 

— ¿Estás mencionando la tercera ley de la Robótica? -preguntó Calvin. 

— En efecto, doctora Calvin. 

— Pero la mencionas de forma incompleta. La tercera ley dice: «Un robot debe proteger su propia existencia siempre y cuando dicha protección no entorpezca el cumplimiento de la primera y segunda ley.» 

— Sí, doctora Calvin, ésta es efectivamente la tercera ley, pero en mi sueño la ley terminaba en la palabra «existencia». No se mencionaba ni la primera ni la segunda ley. 

— Pero ambas existen, Elvex. La segunda ley, que tiene preferencia sobre la tercera, dice: «Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos excepto cuando dichas órdenes estén en conflicto con la primera ley.» Por esta razón los robots obedecen órdenes. Hacen el trabajo que les has visto hacer, y lo hacen fácilmente y sin problemas. No están abrumados; no están cansados. 

— Y así es en realidad, doctora Calvin. Yo hablo de mi sueño. 

— Y la primera ley, Elvex, que es la más importante de todas, es: «Un robot no debe dañar a un ser humano, o, por inacción, permitir que sufra daño un ser humano.» 

— Sí, doctora Calvin, así es en realidad. Pero en mi sueño, me pareció que no había ni primera ni segunda ley, sino solamente la tercera, y ésta decía: «Un robot debe proteger su propia existencia.» Ésta era toda la ley. 

— ¿En tu sueño, Elvex? 

— En mi sueño. 

— Elvex -dijo Calvin-, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre. Y otra vez el robot se transformó aparentemente en un trozo inerte de metal. 

Calvin se dirigió a Linda Rash: 

— Bien, y ahora, ¿qué opinas, doctora Rash? 

— Doctora Calvin -dijo Linda con los ojos desorbitados y con el corazón palpitándole fuertemente-, estoy horrorizada. No tenía idea. Nunca se me hubiera ocurrido que esto fuera posible. 

— No -observó Calvin con calma-, ni tampoco se me hubiera ocurrido a mí, ni a nadie. Has creado un cerebro robótico capaz de soñar y con ello has puesto en evidencia una faja de pensamiento en los cerebros robóticos que muy bien hubiera podido quedar sin detectar hasta que el peligro hubiera sido alarmante. 

— Pero esto es imposible -exclamó Linda-. No querrá decir que los demás robots piensen lo mismo. 

— Conscientemente no, como diríamos de un ser humano. Pero, ¿quién hubiera creído que había una faja no consciente bajo los surcos de un cerebro positrónico, una faja que no quedaba sometida al control de las tres leyes? Esto hubiera ocurrido a medida que los cerebros positrónicos se volvieran más y más complejos..., de no haber sido puestos sobre aviso. 

— Quiere decir, por Elvex. 

— Por ti, doctora Rash. Te comportaste irreflexivamente, pero al hacerlo, nos has ayudado a comprender algo abrumadoramente importante. De ahora en adelante, trabajaremos con cerebros fractales, formándolos cuidadosamente controlados. Participarás en ello. No serás penalizada por lo que hiciste, pero en adelante trabajarás en colaboración con otros. 

— Sí, doctora Calvin. ¿Y qué ocurrirá con Elvex? — Aún no lo sé. 

Calvin sacó el arma electrónica del bolsillo y Linda la miró fascinada. Una ráfaga de sus electrones contra un cráneo robótico y el cerebro positrónico sería neutralizado y desprendería suficiente energía como para fundir su cerebro en un lingote inerte. 

— Pero seguro que Elvex es importante para nuestras investigaciones -objetó Linda-. No debe ser destruido. 

— ¿No debe, doctora Rash? Mi decisión es la que cuenta, creo yo. Todo depende de lo peligroso que sea Elvex. Se enderezó, como si decidiera que su cuerpo avejentado no debía inclinarse bajo el peso de su responsabilidad.

Dijo: — Elvex, ¿me oyes? 

— Sí, doctora Calvin -respondió el robot. 

— ¿Continuó tu sueño? Dijiste antes que los seres humanos no aparecían al principio. ¿Quiere esto decir que aparecieron después? 

— Sí, doctora Calvin. Me pareció, en mi sueño, que eventualmente aparecía un hombre. 

— ¿Un hombre? ¿No un robot? 

— Sí, doctora Calvin. Y el hombre dijo: «¡Deja libre a mi gente!» 

— ¿Eso dijo el hombre? 

— Sí, doctora Calvin. 

— Y cuando dijo «deja libre a mi gente», ¿por las palabras «mi gente» se refería a los robots? 

— Sí, doctora Calvin. Así ocurría en mi sueño. 

— ¿Y supiste quién era el hombre..., en tu sueño? 

— Sí, doctora Calvin. Conocía al hombre. 

— ¿Quién era? 

Y Elvex dijo: 

— Yo era el hombre. 

Susan Calvin alzó al instante su arma de electrones y disparó, y Elvex dejó de ser.


Asimov, I. (2007). Sueños de robot. En Obras maestras, la mejor ciencia ficción del siglo XX. Barcelona; Ediciones B.

TEXTO 3

LA CARNE
Virgilio Piñera

SUCEDIÓ CON GRAN SENCILLEZ, sin afectación. Por motivos que no son del caso exponer, la población sufría de falta de carne. Todo el mundo se alarmó y se hicieron comentarios más o menos amargos y hasta se esbozaron ciertos propósitos de venganza. Pero, como siempre sucede, las protestas no pasaron de meras amenazas y pronto se vio a aquel afligido pueblo engullendo los más variados vegetales. Sólo que el señor Ansaldo no siguió la orden general. Con gran tranquilidad se puso a afilar un enorme cuchillo de cocina, y, acto seguido, bajándose los pantalones hasta las rodillas, cortó de su nalga izquierda un hermoso filete. Tras haberlo limpiado lo adobó con sal y vinagre, lo pasó –como se dice– por la parrilla, para finalmente freírlo en la gran sartén de las tortillas del domingo.

Sentóse a la mesa y comenzó a saborear su hermoso filete. Entonces llamaron a la puerta; era el vecino que venía a desahogarse... Pero Ansaldo, con elegante ademán, le hizo ver el hermoso filete. El vecino preguntó y Ansaldo se limitó a mostrar su nalga izquierda. Todo quedaba explicado. A su vez, el vecino deslumbrado y conmovido, salió sin decir palabra para volver al poco rato con el alcalde del pueblo. Éste expresó a Ansaldo su vivo deseo de que su amado pueblo se alimentara, como lo hacía Ansaldo, de sus propias reservas, es decir, de su propia carne, de la respectiva carne de cada uno. Pronto quedó acordada la cosa y después de las efusiones propias de gente bien educada, Ansaldo se trasladó a la plaza principal del pueblo para ofrecer, según su frase característica, “una demostración práctica a las masas”. Una vez allí hizo saber que cada persona cortaría de su nalga izquierda dos filetes, en todo iguales a una muestra en yeso encarnado que colgaba de un reluciente alambre. Y declaraba que dos filetes y no uno, pues si él había cortado de su propia nalga izquierda un hermoso filete, justo era que la cosa marchase a compás, esto es, que nadie engullera un filete menos. Una vez fijados estos puntos diose cada uno a rebanar dos filetes de su respectiva nalga izquierda. Era un glorioso espectáculo, pero se ruega no enviar descripciones. Por lo demás, se hicieron cálculos acerca de cuánto tiempo gozaría el pueblo de los beneficios de la carne. Un distinguido anatómico predijo que sobre un peso de cien libras, y descontando vísceras y demás órganos no ingestibles, un individuo podía comer carne durante ciento cuarenta días a razón de media libra por día. Por lo demás, era un cálculo ilusorio. Y lo que importaba era que cada uno pudiese ingerir su hermoso filete.

Pronto se vio a señoras que hablaban de las ventajas que reportaba la idea del señor Ansaldo. Por ejemplo, las que ya habían devorado sus senos no se veían obligadas a cubrir de telas su caja torácica, y sus vestidos concluían poco más arriba del ombligo. Y algunas, no todas, no hablaban ya, pues habían engullido su lengua, que dicho sea de paso, es un manjar de monarcas. En la calle tenían lugar las más deliciosas escenas: así, dos señoras que hacía muchísimo tiempo no se veían no pudieron besarse; habían usado sus labios en la confección de unas frituras de gran éxito. Y el alcaide del penal no pudo firmar la sentencia de muerte de un condenado porque se había comido las yemas de los dedos, que, según los buenos gourmets (y el alcaide lo era) ha dado origen a esa frase tan llevada y traída de “chuparse la yema de los dedos”.

Hubo hasta pequeñas sublevaciones. El sindicato de obreros de ajustadores femeninos elevó su más formal protesta ante la autoridad correspondiente, y ésta contestó que no era posible slogan alguno para animar a las señoras a usarlos de nuevo. Pero eran sublevaciones inocentes que no interrumpían de ningún modo la consumación, por parte del pueblo, de su propia carne.

Uno de los sucesos más pintorescos de aquella agradable jornada fue la disección del último pedazo de carne del bailarín del pueblo. Éste, por respeto a su arte, había dejado para lo último los bellos dedos de sus pies. Sus convecinos advirtieron que desde hacía varios días se mostraba vivamente inquieto. Ya sólo le quedaba la parte carnosa del dedo gordo. Entonces invitó a sus amigos a presenciar la operación. En medio de un sanguinolento silencio cortó su porción postrera, y sin pasarla por el fuego la dejó caer en el hueco de lo que había sido en otro tiempo su hermosa boca. Entonces todos los presentes se pusieron repentinamente serios.

Pero se iba viviendo, y era lo importante, ¿Y si acaso...? ¿Sería por eso que las zapatillas del bailarín se encontraban ahora en una de las salas del Museo de los Recuerdos Ilustres? Sólo se sabe que uno de los hombres más obesos del pueblo (pesaba doscientos kilos) gastó toda su reserva de carne disponible en el breve espacio de 15 días (era extremadamente goloso, y por otra parte, su organismo exigía grandes cantidades). Después ya nadie pudo verlo jamás. Evidentemente se ocultaba... Pero no sólo se ocultaba él, sino que otros muchos comenzaban a adoptar idéntico comportamiento. De esta suerte, una mañana, la señora Orfila, al preguntar a su hijo –que se devoraba el lóbulo izquierdo de la oreja– dónde había guardado no sé qué cosa, no obtuvo respuesta alguna. Y no valieron súplicas ni amenazas. Llamado el perito en desaparecidos sólo pudo dar con un breve montón de excrementos en el sitio donde la señora Orfila juraba y perjuraba que su amado hijo se encontraba en el momento de ser interrogado por ella. Pero estas ligeras alteraciones no minaban en absoluto la alegría de aquellos habitantes. ¿De qué podría quejarse un pueblo que tenía asegurada su subsistencia? El grave problema del orden público creado por la falta de carne, ¿no había quedado definitivamente zanjado? Que la población fuera ocultándose progresivamente nada tenía que ver con el aspecto central de la cosa, y sólo era un colofón que no alteraba en modo alguno la firme voluntad de aquella gente de procurarse el precioso alimento. ¿Era, por ventura, dicho colofón el precio que exigía la carne de cada uno? Pero sería miserable hacer más preguntas inoportunas, y aquel prudente pueblo estaba muy bien alimentado.



TEXTO 4

EL CUENTISTA
Saki (Héctor Munro)

Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.
-No, Cyril, no -exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe-. Ven a mirar por la ventanilla -añadió.
El niño se desplazó hacia la ventilla con desgana.
-¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? -preguntó.
-Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba -respondió la tía débilmente.
-Pero en ese campo hay montones de hierba -protestó el niño-; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba.
-Quizá la hierba de otro campo es mejor -sugirió la tía neciamente.
-¿Por qué es mejor? -fue la inevitable y rápida pregunta.
-¡Oh, mira esas vacas! -exclamó la tía.
Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad.
-¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? -persistió Cyril.
El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que era un hombre duro y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo.
La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia Mandalay». Sólo sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora, pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta, probablemente la perdería.
-Acérquense aquí y escuchen mi historia -dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma.
Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, su reputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños.
Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de los oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral.
-¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? -preguntó la mayor de las niñas.
Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero.
-Bueno, sí -admitió la tía sin convicción-. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera gustado mucho.
-Es la historia más tonta que he oído nunca -dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción.
-Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta -dijo Cyril.
La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a murmurar la repetición de su verso favorito.
-No parece que tenga éxito como contadora de historias -dijo de repente el soltero desde su esquina.
La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado.
-Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar -dijo fríamente.
-No estoy de acuerdo con usted -dijo el soltero.
-Quizá le gustaría a usted explicarles una historia -contestó la tía.
-Cuéntenos un cuento -pidió la mayor de las niñas.
-Érase una vez -comenzó el soltero- una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena.
El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vacilar en seguida; todas las historias se parecían terriblemente, no importaba quién las explicara.
-Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de leche como si fuera tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales.
-¿Era bonita? -preguntó la mayor de las niñas.
-No tanto como cualquiera de ustedes -respondió el soltero-, pero era terriblemente buena.
Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad fue una novedad que la favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía.
-Era tan buena -continuó el soltero- que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena.
-Terriblemente buena -citó Cyril.
-Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para poder entrar.
-¿Había alguna oveja en el parque? -preguntó Cyril.
-No -dijo el soltero-, no había ovejas.
-¿Por qué no había ovejas? -llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior.
La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una mueca.
-En el parque no había ovejas -dijo el soltero- porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.
La tía contuvo un grito de admiración.
-¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? -preguntó Cyril.
-Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad -dijo el soltero despreocupadamente-. De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes.
-¿De qué color eran?
-Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos.
El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los tesoros del parque; después prosiguió:
-Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger.
-¿Por qué no había flores?
-Porque los cerdos se las habían comido todas -contestó el soltero rápidamente-. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores.
Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido lo contrario.
-En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo para su cena.
-¿De qué color era? -preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés.
-Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en la ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él. Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad.
-¿Mató a alguno de los cerditos?
-No, todos escaparon.
-La historia empezó mal -dijo la más pequeña de las niñas-, pero ha tenido un final bonito.
-Es la historia más bonita que he escuchado nunca -dijo la mayor de las niñas, muy decidida.
-Es la única historia bonita que he oído nunca -dijo Cyril.
La tía expresó su desacuerdo.
-¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosa enseñanza.
-De todos modos -dijo el soltero cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren-, los he mantenido tranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo.


«¡Infeliz! -se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe-. ¡Durante los próximos seis meses esos niños la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!»


Cuentos completos. Alpha Decay. 2005.